El dragón Cucua: El cuento
Érase una vez una noche estrellada en un país muuuuuy lejano, donde las montañas no tenían fin. Este país estaba habitado por dragones, pero no eran dragones feroces, malvados u oscuros, sino seres como cualquier otro. Nacían, crecían, se convertían en dragones adultos y, un día, después de haber vivido la mejor vida posible, morían.
En esa noche estrellada, cuando todos los dragones ya dormían, nació un pequeño dragón. Éste salió de un bonito huevo de un azul brillante y claro como el cielo de una mañana de verano. Lo llamaron Oura. Su madre, mientras miraba cómo el huevo se rompía en pequeños pedazos, le ayudó a salir con una sonrisa en los labios por poder ver, por primera vez, a su pequeño recién nacido.
Oura era muy bonito. Tenía un color verde turquesa intenso, con manchas de color blanco y unas alas del mismo color. Sin embargo, había algo extraño en el pequeño… ahí donde debería haber habido una pequeña cola, solo había una maraña mal formada… No podía ser verdad… ¡Le faltaba la cola! ¡Un dragón sin cola!
A pesar de que no había dos dragones iguales y que cada uno era único y singular, todos ellos tenían alas y cola; era una parte fundamental de los dragones. Nadie podía imaginarse un dragón sin cola, o un dragón sin alas. Simplemente, no podía ser…
Las alas, que aumentaban de tamaño a medida que se hacían mayores, les permitían volar hacia donde ellos quisieran, aunque esa era una disciplina que debían aprender mientras crecían.
También tenían bonitas colas dentadas que crecían como lo hacían sus alas. La cola de los dragones tenía una propiedad inigualable; les permitía imaginar y soñar. Sin ella, no eran capaces de evadirse y descubrir mundos maravillosos y llenos de fantasía.
La madre de Oura, asustada por la ausencia de la cola, lo cogió, abrió sus inmensas alas y se lo llevó bien lejos por miedo a que los demás dragones se burlaran de él. Voló hacia el castillo de los tres dragones, un castillo abandonado desde hacía muchísimos años, y decidió esconderse allí con el pequeño.
Las gruesas paredes de piedra del castillo estaban cubiertas de enormes telarañas de mil y una formas. Una espesa capa de polvo había invadido todos los rincones y prácticamente no se podían ver las escaleras que conducían a la torre principal. Pero en menos que canta un gallo, la madre de Oura limpió todo el castillo y allí se establecieron. Así, Oura creció junto a su madre, alejado de los demás dragones del país.
Durante esos años, Oura no salió nunca del castillo, haciendo caso a lo que le había dicho su madre. Ella sabía que, sin la cola, los otros dragones se reirían de él. Y es que, sin esa misma cola, el pequeño nunca sería capaz de imaginar…
Oura solía estar triste; no tenía amigos con los que jugar y tampoco era capaz de imaginar nada. El pobre se aburría con mucha facilidad de todos los juegos que su madre le enseñaba.
Cuando Oura cumplió 5 años, su madre empezó a preocuparse; él ya tenía edad para ir al colegio y sabía que no podían esconderse más tiempo. Ella era profesora de Enseñar el Arte de Volar en una escuela de su antigua aldea y no podía permitir que su hijo no fuera al colegio y dejara de aprender las disciplinas más importantes para ser un dragón. Si no iba al colegio, no aprendería a lanzar llamas por la boca, a encontrar y aplicar tesoros brillantes, a volar, las normas de circulación aérea o, incluso, cómo lavarse correctamente los colmillos después de comer.
Al final, la madre de Oura decidió que la mejor opción era abandonar el castillo y volver a casa junto a su pequeño para poder, así, asistir al colegio. Nuestro dragón sin cola se alegró porque, al fin, abandonaría aquel castillo tan gris… aunque también estaba aterrado, ya que no sabía qué encontraría en el exterior pues, desde su llegada, nunca había vuelto a salir de allí.
Así que, retrasando cuanto pudo la partida, la noche antes de empezar la escuela volvieron a casa, dejando atrás el viejo castillo que había sido su hogar por muchos años para la madre y todos los de la vida de Oura. Al ser tarde y estar todo muy oscuro, no se encontraron con ningún dragón en el cielo de camino a la aldea, aunque el pequeño ni se enteró, puesto que se pasó todo el trayecto dormido, apoyado sobre su madre.
Amaneció y con la salida del sol, llegó ese inevitable primer día de escuela; Oura estaba muy nervioso y temblaba de miedo. ¡Nunca había visto o estado con otros dragones! Esa mañana decidió esconderse debajo de su cama, así su madre no lo encontraría. Pero las madres son muy listas y enseguida encontró su escondite. Su madre se arrodilló frente a él y le consoló diciéndole que todo iría bien y que le había preparado un bocadillo gigante para que le diera fuerzas.
Oura, aún un poco inquieto, salió y subió a lomos de su madre, quien despegó en dirección a su nueva escuela: Muelas de Fuego.
De camino, Oura iba observando, asustado, a todos los pequeños dragones que viajaban sobre sus padres, miró si tenían cola y se entristeció mucho al darse cuenta que él era el único a quién le faltaba.
Al llegar a la escuela, su madre le acarició los cuernos como despedida deseándole un buen día y Oura, cogiendo con fuerza su dracuto, que es una mochila especial para dragones, entró al colegio hasta llegar a la puerta de su clase; la clase de Los Colmillos.
Ante la puerta se tranquilizó, diciéndose a sí mismo que era valiente, muy valiente y que, a partir de ese momento, ya no valía tener miedo. Se armó de coraje y, tras un profundo suspiro, abrió la puerta y entró. Mientras se dirigía hacia el centro de la sala, observó detenidamente a los 5 dragones de su edad que había sentados en corro.
Todos se giraron y le miraron sorprendidos, mientras se preguntaban: “¿quién es?”, “¿de dónde viene?”, “¿cómo se llama?”. Pero la sorpresa más grande no tardó en llegar… ¿Qué era esa maraña que tenía en lugar de la cola? ¿Por qué no tenía cola?
Por suerte, enseguida la profesora explicó a todos los dragoncitos allí presentes que Oura había nacido sin cola y que no pasaba nada por ello. Todos eran diferentes entre ellos y, a veces, los dragones nacían sin cola, pero no por ello eran menos especiales; al contrario, de esta forma podrían formar un grupo mucho más fuerte porque cada uno aportaría su pequeño grano de arena.
“Cada dragón es diferente”, les dijo. “Algunos de vosotros sois verdes, otros marrones, ¡incluso tenemos a uno rojo! Algunos sois altos y fuertes, otros sois más bajitos y blanditos. En este caso, vosotros tenéis cola y Oura no…” Y prosiguió: “¿Pero qué importa eso si todos estáis aquí, aprendiendo juntos?”.
Aún con esa explicación, los pequeños dragones se pusieron muy tristes cuando se dieron cuenta de que Oura no podría jugar a los mismos juegos que ellos. Entonces, después de susurrar unos minutos entre ellos, fueron a buscar cartón, papel, cordeles, branquillones, flores y todo lo que se les ocurrió; querían construirle una cola a Oura.
A su profesora le pareció una idea estupenda y decidió ayudarles también. Oura se sentó y dejó que sus nuevos amigos midieran su maraña. ¡Cómo le gustaba estar rodeado de otros dragones, y además tan simpáticos! Al cabo de un rato, sus compañeros le regalaron cinco colas, cada una de ellas diferente a la anterior, ya que cada dragoncito la había fabricado a su gusto, pero muy bonitas todas. Oura no sabía qué hacer con tanta alegría… ¡Tendría una cola para cada día!
Fue entonces cuando sonó el timbre que indicaba el final de la clase. Los pequeños aprendices, con Oura en el centro, se miraron los unos a los otros, sonrientes y satisfechos por las colas que le habían regalado a su nuevo compañero. La profesora se despidió hasta el día siguiente, no sin antes recordarles la importante lección que acababan de aprender: “Las diferencias no nos alejan, al contrario, nos unen. Aprendemos de los demás con ellas, y eso nos completa a todos”.
A partir de ese día, el pequeño Oura pudo jugar con sus amigos y aprendió a imaginar. Podía derribar grandes árboles con su cola, lanzar bocanadas de hielo contra los dragones malvados, navegar en los océanos más profundos en busca de sus tesoros escondidos y hacerse invisible solo moviendo la cola. Además, también aprendió los demás artes imprescindibles para un dragón, como por ejemplo sacar fuego por la boca, correr por el patio e, incluso, ¡volar!
Desde esa día, Oura no se sintió solo ni triste nunca más.
Cucua
Es un cuento precioso! Y tu proyecto, tan Bonito…me encanta! Gracias por haber materializado tu sueño ❤️
¡No sabes lo bonito que es leer estos comentarios! Hacen que Cucua sea aún más especial, muchísimas gracias😍
Acabo de responderte el mail 🙂 Espero que muy pronto tu pequeño pueda disfrutar de la cola Pacific y que te traiga grandes momentos mágicos.